Todos reunidos, miramos conjuntamente al sol. El cielo despejado, se cubrió de nubes negras
producidas por nuestra oscura retina.
Un rayo nos sacudió violentamente, y de repente, ahí, apareció.
Su estupor nos asombró, nos quedó estupefactos,
nos congeló el corazón sin posibilidad de generar sonido.
El olor que llenaba nuestros poros, comenzó a excitarnos de
forma irracional, no parábamos de salivar, nuestra boca chorreaba, chorreaba
hasta inundar la cerámica ajedrezada sobre la que pisábamos.
La frecuencia que irradiaba, hacía sentirnos en sintonía con
su seductora pose.
El atractivo magnetismo que emanaba, nos hacía desprendernos de toda racionalidad, y, en ese preciso instante, comenzaron a fluir nuestros instintos más voraces.
El atractivo magnetismo que emanaba, nos hacía desprendernos de toda racionalidad, y, en ese preciso instante, comenzaron a fluir nuestros instintos más voraces.
En el ferviente deseo de que su espectro fuera nuestro, decidimos rodear su contorno por un hilo en llamas, y comenzó a brotar fuego, un fuego intenso. Surgió una
llamarada arremolinada, podíamos sentir el calor, el sudor nos caía a
borbotones.
Las brasas rozaban su piel, se hacían dueñas de su cuerpo.
La situación nos
excitaba más y más, mucho más, cuanto más oíamos sus gritos, sus lamentos, sus débiles
quejidos.
Vimos sus lágrimas evaporarse, sus labios carbonizarse, su
corazón calcinarse, su respiración apagarse y su alma volatilizarse en polvo de
cenizas.
Entre fuego estuvimos, entre llamas lo hicimos. Bebimos
todos de nuestro brebaje y acabamos muertos.
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